Margarita Sanchez Hernandez


    Nací el diecisiete de agosto de 1952,  en una casa de madera pintada de azul argentino, el color preferido de mi padre, pisos de tierra, impecables, brillantes. Dicen que de tanto limpiarlos, mi madre, logró formar una capa que parecía haberlos plastificados. Vivían en Munro en esa época, provincia de Buenos Aires. Eran españoles y vinieron a este país una vez terminada la Guerra Civil española. Soy, sin dudas, hija de la guerra.
  Mi escuela primaria, la Número 2 de Los Polvorines fue un refugio. Allí conocí el afecto verdadero que me dieron mis maestras.
  En la secundaria comenzó mi pasión por la literatura y tenía mi columna en el diario mensual del colegio  General José de San Martín de las hermanas terciarias franciscanas de la caridad.
  No por haber estudiado en el colegio de monjas fui más católica, pero tuve muchas compañeras y muchas actividades que disfrutaba diariamente. Líder y delegada de los cursos era mi función entre mis compañeras. La solidaridad fue un impulso y el convencimiento de lo que quería hacer. Con un grupo de jóvenes visitamos villas, barrios menos pobres y hasta estuve en la acción católica aun sin que pudieran convencerme de tomar la Primera Comunión. Así, la vida, me trajo hasta aquí, escribiendo las experiencias que me convirtieron en esta que soy.


De haber podido elegir seguramente me habría quedado en la casa donde nací...Cuando abrí hace un rato la puerta del horno, sentí que algo muy extraño ocurría y en lugar de darme calor, las llamas enfriaron mi rostro.
Sentí el olor nauseabundo de los cuerpos quemados. Recordé los golpes, los gritos, el hambre, la picana...Lentamente me reincorporé y caminé, despacio, hasta el living. Desaté las tiras de mi delantal y luego de secar con él mis lágrimas, lo dejé caer en el piso.
_________Margarita Sanchez Hernandez______Fragmentos de su texto: El Horno, será publica en su nuevo libro.



REGRESO

Eco lejano retumba en la sangre y un galope de sensaciones se apodera de la escena.
Nombres sin rostros. No los veo. Sonidos estremecedores que anuncian. Callan.
Paso lento de recuerdos que atraviesan un mundo que no reconozco.
Camino de casas destechadas. Mi cabeza tomada entre las manos, apretando con fuerza. Indefensa ante esa interminable espera y ese final que nunca llega. 
Eternidad del tiempo, tan temido el momento.
Suenan las palabras robadas por el espanto y rebotan en las paredes húmedas, faltas de revoque sin puertas ni ventanas.
Lejos, ruidos extraños, fríos.
Mientras tanto, los vuelos de águilas acerados, con rumbo definido, arrojan ilusiones al vacío. Abro los ojos, decidida y trato de alejar las sombras, acomodo mi ropa mugrienta, acaricio suavemente las muñecas lastimadas. Un asco posterior a la decisión de la entrega me sube a la garganta. Me quedo ahí, aterrada, esperando la muerte, sin embargo se demora, siento que se aleja.
Nuevos pasos se acercan. Los escucho y hasta el golpe de la puerta de un auto. Aparece ese rostro, inolvidable: “Vamos, te llevo a tu casa” -dijo.
-¿Qué es esto?
-Yo sola me arreglo –respodí.
-Así no podes ir a ningún lado. Mirate –contestó.
Mirarme, después de tantos días. Mirarme así desastrosamente desarmada.
Y otra vez, a su lado. Otra entrega.
Esas brumas de la vida. Un verdugo pretendiendo lo sienta mi amigo.
Eterno recorrido. Interminable. Llegar a casa. Sentir el olor del limonero. Los ojos pequeños de mi hijo fijos en los míos. El abrazo más querido, más esperado, sentir que estaba otra vez aquí, siendo otra. Aquí.


ESTAMPA

Aromas de la infancia. Mariposa multicolor prendida en el pelo.
La cocina de la casa vieja y mi mamá apoyada en la mesada de granito verde.
El aroma a bizcochuelo de naranja perfumaba la casa. 
--¿Falta mucho mamá? Tengo hambre, protestaba.
Mi papá jugando con Negrito, su perro. Recuerdo como lo quería y lo molestaba mientras las carcajadas endurecían aún más la mirada de mi vieja (enemiga de los animales).
Sonaba el sol del verano en la voz de María Rosa.
--¿Jugamos? -me decía justo a la hora de la siesta.
Dulces abrazos robados y vivencias lacradas.
--¡Abrazame mamá! ¡Dale! –pedía.
Recuerdos marcados a fuego. Enigmas. Colores confundidos entre risas.
Tardes de domingos antaño, intensos. Sentir en la piel la llegada del mañana. El calor de la estufa prendida desde temprano. Matecitos amargos. Las muñecas de mi hermana. Flashes de la memoria. Alegrías disfrutadas, calma. Ahora, aquí, todos presentes apareciendo como imágenes espontáneas.
Regresan. Se quedan a mi lado. Están conmigo, pero hasta donde yo quiera, hasta cuando comiencen a doler los recuerdos. ¡Hasta donde los dejé!
Pongo el pasado en cada rincón de la memoria a medida que crece el presente. Estoy en él. Aquí me quedo, luchando, venciendo fantasmas, respirando la vida, buscando una luz multicolor que ilumine mis mañanas.
Sanar en cada acto de lucha. Buscar caminos con pasos seguros. Vivir, le dicen. Elijo eso… seguir viviendo.


SUEÑOS ROTOS

Sueños rotos
En un instante loco.
Imágenes transparentes
Rompen el alma, 
La desarman.
Desaparece el sentido,
Y, de pronto
La vida.
¿Y el alma?
Se rearma.

Sueños rotos
En un instante,
Lentamente…
Se unen piezas, 
Escuchamos voces,
Percibimos olores.
¿Y el alma?
Nuevamente 
Se re-ar-ma.

AGUA Y BARRO

Te observo,
Agua y barro,
Gris
El cielo
Como mi cabello.
Agua y barro,
Te miro
Ahí estás, parado
Tan cerca,
Tan lejos.
Mirada joven,
Atento,
Y yo
Sombras,
Restos de una vida
De alegrías,
De lamentos.
Muchas veces
Los abismos
Son siniestros.
Amores de agua,
Silencios de barro.
Cuerpos fundidos,
Placeres, 
Suspiros perdidos
Agua…
Agua y barro.


¿DONDE ESTA? ¿DONDE LO DEJÉ?

¿Dónde está? ¿Dónde lo dejé?
Estoy segura de haberlo puesto aquí.
No sé. No sé. Ayudame a buscarlo en lugar de reprochar mi olvido, mi distracción, mi poca concentración.
Y sí. Seguro que estaba en otra, en el momento de guardarlo.
¿Pensando pavadas decís? ¿Que vivo en la luna?
Y… puede ser. Pero pavadas no pensaba. En otra cosa sí, pero tonterías no.
Mirá seguí buscando. Ayudame. Mejor no hables tanto vos. Y sé que lo necesitás, que tenés que llevarlo hoy sin falta. Buscá. Ya va a aparecer.
¿Cómo? ¿Qué decís? ¡Repetilo! ¿Que tengo la cabeza en cualquier lado? ¿Que no presto atención?
Sí, sí. Estaba pensando en algo cuando lo guardaba. ¿Querés saber en qué? ¿Te lo digo?
Me acordé de la última vez que llamó. Ese día en que atendí el teléfono y escuché su voz burlona, humillante, hiriente. Justo en ese momento, el de guardarlo, ese llamado delator que te sacó la careta vino a mi memoria.
¿Que la termine? ¿Que me calle?
¡Callate vos! ¡Claro que te grito! ¡Te grito más! ¿Sabes qué? Voy a buscar arriba porque así no podemos.
Subí al primer piso, más precisamente, a la biblioteca. Escuchaba su voz diciendo no sé qué cosas. Busqué en todos los cajones y justo cuando abrí el último lo vi.
Ahí estaba, brillante, frío, pesado.
Lo tomé entre las manos mientras escuchaba sus gritos desde abajo.
Inútil, me decía. No servís, agregó.
Bajé lentamente sosteniéndolo entre mis manos. Distraída, torpe, rencorosa, repetía y con mirada desafiante clavó sus ojos en los míos.
Cuando me acerqué su rostro se endureció aún más. Escuché su voz lejana implorando perdón.
Yo sostuve su mirada hasta ver como perdía brillo. El brillo de la vida.
Tres disparos certeros, justo en el corazón. Los tres, uno por cada traición, callaron su voz.
Lo vi caer lentamente y en ese momento recordé que lo guarde al lado de la lámpara del pasillo.
Ya no importaba. No lo va a necesitar.
Dejé caer el arma y simplemente esperé…


LUCECITAS EN EL AIRE

No poseo registro de la duración del periodo de mi infancia. Casi no recuerdo cuando comenzó y mucho menos cuando sentí que terminaba.
Ese es un tiempo que acomodo según mis urgencias emocionales.
Mi infancia importante, fuerte, intensa. De esto estoy segura porque cuando indago en mi pasado interno siento una rara mezcla de nostalgia, alegría y deseo de no perder ese paisaje íntimo tan presente y a veces tan necesario.
Digo presente porque somos, hoy, todo lo que fuimos siendo a través del tiempo.
Necesario, pienso, porque es bueno saber de dónde vienen nuestras fortalezas, las debilidades, los anhelos. Es como algo mágico descubrir cuando comenzaron a aparecer nuestros sueños.
Veo aquella niña rubia de larga trenza, doblada, atada con una cinta siempre combinando con el color del vestido. 
Llegué dando saltos a la casa de Mirta Vega y golpeè las manos. La vi aparecer, apenas, con su siempre cara de dormida, detrás de la cortina de la ventana.
-¿Salír a jugar, Mir? ¿Te dejan? -Le dije
-¡Dale, preguntá! -Insistí-. Mientras tanto yo llamo a las chicas.
Crucé la calle hasta lo de los Aparicio, que vivían al lado de mi casa.
Las chicas eran tres de ocho hermanos. María Rosa, Eva y Alicia estaban siempre listas y dispuestas a jugar.
Las  cinco juntas como siempre, decidimos que era día de cazar mariposas.
Rama de paraíso en mano y pararse en medio de la calle esperando la nube de mariposas con sus colores infinitos, era suficiente para divertirse. Quedaban ahí, atrapadas entre las hojas y las contábamos a la vez que las dejábamos libres. En ocasiones corríamos desde la esquina donde vivía don Balcente, el señor obeso, hasta la tranquera. Ese era el punto límite, la llegada, el freno porque del otro lado estaba la estancia y no teníamos permiso para entrar.
Nos quedábamos horas, observando los árboles y arbustos que había del otro lado.
¡Qué felices éramos en ese universo que medía unos escasos cien metros!
Por las noches de verano acostumbrábamos a sentarnos en la vereda, en el pasto y se armaba el concurso de canto.
-Don Aparicio, venga por favor –le decía.
-¿Nos hace de jurado? ¿Si? ¡Dele, sea buenito!
El pobre hombre, con su infinita paciencia acomodaba su blanquísimo pelo, fruncía su rostro moreno, anguloso y como siempre contestaba que sí.
-Pero no se vayan a pelear chicas. Ustedes siempre terminan enojadas.
Es que todas queríamos ganar aunque la única que cantaba realmente bien era Alicia pero él había encontrado la solución y cuando el concurso terminaba su voz ronca dictaminaba:
-¡¡Empate  chicas!! –y reía
Sus blancos dientes iluminaban la vereda como las luciérnagas la calle. Eran épocas de luces en el aire.
Aunque todas sabíamos que era mentira, nosotras festejábamos y todas contentas, al final del festejo le pedíamos a Alicia que nos cantara algo.
-¿Qué te paso amiga? ¿Dónde volaron tus sueños? ¿Se enredaron, tal vez, en tu largo y castaño pelo? ¿Qué pensabas el día que dejaste que el río se robará tu cuerpo?
¿Te acordás, Alicia cuando le escribiste una canción a Nicolás? Era mi segundo embarazo y se nos ocurrió pensar que podría ser una nena.
-Así tenes la parejita, decía mamá.
Vos le cantabas a mi panza… Luciana Belén sonaba en tu guitarra.
Mira lo que es la vida. Hoy estarás cantando a otros muertos. Otros, Alicia.
Pero antes, cuando éramos pequeñas, fuimos muy felices. En aquellos años tu risa, sin rima, sin música sonaba como una melodía.
-¡Callate Aly! Te decía cuando nos subíamos a la morera de la vecina o al ceibo de tu vereda.
-¡Shhh! Callate que nos va a bajar, Aly –te repetía.
Universo de una cuadra. Poco espacio, mucha vida. Gente linda la de mi barrio.
La que no me caía bien era Dona María, la tana. Cuando llamaba a la puerta, en invierno, ya podía imaginar, sin equivocarme, que traía un frasco de jarabe de tuna.
Ella lo preparaba con esmero porque, decía, me curaba la tos perruna.
-Tres veces por día Irene –le decía a mi mamá.
Y ella obedecía mientras yo veía como esa preparación gelatinosa se escapaba de la cuchara.
-No quiero mami, me da mucho asco. –lloraba.
Pero, durante toda la época de frío, antes de que se termine el frasco, doña María aparecía con otro. 
Tanto ella como mi mamá pensaban que me curaría.
-Vos dale, Irene –aconsejaba.
Mientras tanto, yo tosía.
¡Buena gente la de mi barrio!
Soplaba el pampero en esos tiempos y cuando iba a la escuela abría la boca para tragarme el viento mientras chapoteaba en los charcos y la escarcha con mis botas de goma amarilla.
Extraño aquella lluvia y el aroma de las tostadas de pan Súper Centeno con las que me esperabas cuando volvía de la escuela, mamá.
Conversábamos y compartíamos alguna música de  aquella radio que lamento no haber conservado…
-Estoy jugando mamá. No. Todavía no me llames.
-Adentro que ya es tarde, me decía
-¡No mami! ¿Un ratito más? ¿No ves que recién empezamos a jugar?


SIESTA

La siesta era un castigo.
Cuando escuchaba la voz de mi madre ordenando ¡A dormir la siesta, nena!  Me agarraban ganas de toser, de ir al baño y ahí hacer tiempo.
-¡Vamos! ¡A acostarse! Escuchaba
Con mi peor humor buscaba la revista Vosotras y le aclaraba muy bien que:
-Me acuesto, pero no duermo. Desafiante, siempre para que le fuera claro que obedecía pero, hasta donde yo quería.
Daba unas vueltas más hasta que un sonido ronco, esta vez, daba el ultimátum.
En verano acomodaba una colchoneta en el piso de granito y cuando notaba que ella se había dormido, casi gateando, me dirigía hacia la cocina.
Muy despacito abría la puerta y llegaba en silencio hasta el cerco que separaba mi casa de la de las chicas Aparicio.
-María Rosa, vení. Ya se durmió mi mamá.
Ella saltaba justo por atrás, donde estaba el gallinero. Treinta y tres ponedoras y un gallo, teníamos.
Siempre tratando de no hacer ruido nos escabullíamos en la quinta, entre los tomates.
La huerta estaba adelante, al mejor estilo europeo y tenía un orden casi estricto para favorecer el riego.
María Rosa y yo nos sentábamos entre las plantas y elegíamos los más rojos. Yo acostumbraba a sacudir la hojitas porque tenía un olor tan particular que aún recuerdo.
La quinta, la parra y el gallinero. 
Juntas tratábamos de reírnos despacito pero era algo complicado, porque siempre nos descubría mi mamá.
Y con su típico: ¡cuando ustedes van, yo vuelvo! Nos preparaba una limonada con hielo.
Siestas imborrables. Momentos. Sonidos. Olores. Tiempo tan lejano. Tan lejos el tiempo.


DE GRISES Y AROMOS

Hermoso gris de los recuerdos. Colores instalados en las venas nos acompañan cuando de disfrutarlos se trata.
Basta cerrar los ojos parada en una baldosa de la vieja estación, para ver volar esas hadas mientras el monte de eucaliptos, cuidándome la espalda, escondía duendes traviesos de enormes ojos transparentes.
Esos mismos aparecían en mi adolescencia, aun cuando ya no existían los árboles ni la sensación de un monte protector. Ahora, los pibes, juegan a la pelota y del otro lado, el Polideportivo marcó la “modernidad”. Pero ellos todavía están y sus sonrisas duendas iluminan las baldosas nuevas.
Lo veo, diminutos, revoloteando como palomas, ofreciéndome sus pequeñas manos arrugadas pero suaves. Manos parecidas a las de la abuela Amadora.
Gnomos mágicos, mis compañeros de aquellas tardes de nubes negras. Las hojas de los aromos que bordeaban el andén izquierdo (si venías desde mi casa) daban un toque gris al paisaje mientras mi risa encendía el aire perfumado a mentol.
De pronto, vaya uno a saber por qué, respiraba profundo y estallaban los capullos amarillos que vestían de color la tarde.
El frío partía rostros y manos (eran épocas de escarcha en las zanjas y los campos) sin embargo disfrutaba esa sensación helada, respirando, recorriendo los rincones más lejanos, llevándoles algún rayo de sol robado a la casualidad.
Vieja estación cargada de imágenes y la memoria presente, intacta, necesaria. ¿Cómo perder esos días donde dejaba escapar una sonrisa inocente, a veces, otras, transgresoras, provocativa, burlona? Sonrisa de colegiala, (primer año de secundaria). Guardapolvo de tres tablitas, lazo con moño atado a la cintura. Medias azules, tres cuartos y zapatos negros.
-Tapando las rodillas-, el guardapolvo, ordenaron en la escuela.
Así salía de casa, pero a la vuelta de la esquina lo subía en la cintura, por lo menos veinte centímetros para que se luzcan las piernas.
Chiquilinadas maravillosas que aún viven en un rincón del alma con la puerta abierta para que salgan y vuelvan a entrar cuando quieran, para seguir volando con mis hadas y que la felicidad del pasado perdure y lata en el presente, vibrando en carcajadas.
Parada ahí, justo en la baldosa, con la mirada clavada en ese cielo gris, feliz, mientras el rostro de la vieja gorda se transforma y dice en voz alta:
-¡Seguro que esta chica está drogada! –tenía cara de no saber soñar, la pobre. O tal vez se habría olvidado.
Una pena porque no podrá ver los aromos, que de hecho ya no están, ni respirar la brisa mentolada, ni las plantitas de lino floreciendo entre los durmientes. Pobre señora, la vieja gorda.
Mientras tanto, mientras sueño, una mano muy pequeñita toma la mía y me empuja hacia arriba. Me elevo mientras la gente mira para otro lado. 
Continúo subiendo y cada vez estoy más lejos. Bajo la vista y veo, ahí, parada, a una niña-mujer de guardapolvo blanco con tres tablitas muy parecida a mí. Me saluda tiernamente, como pidiéndome que vuelva pronto. Retumba en el aire la carcajada del que le entrega mi mano a un hada. Y sigo, ahí, revisando la vida.
Busco a la niña pero ya no está. En su lugar desparramada, hay una impecable y almidonada tela blanca.
Temo pensar que ella se fue. Giro la cabeza para preguntarle a mi hada y en su lugar, en las nubes, flotando a mi lado, esta ella. Estamos ella y yo. Pasado y presente acompañándose, tomados de la mano. La sostengo para no perderla y abajo, en la estación amarilla por los aromos de mi infancia, se escucha un murmullo. Son los gnomos que hoy, como yo, están de fiesta. Y la gente llega, sube al tren, otros bajan, ni me miran. Son otros, distintos. Seguro tendrán otros paisajes, otras cosas que contar. Otras vidas que vivir. Otros colores.


SANACIÓN

Puedo lo imposible,
Grito lo que callo.
Siento lo que duele,
Duele la calma.
Risas bailando
En el aire, vuelan.
Memorias que olvidan,
Olvidos que vuelven.
Telarañas de la mente,
Laberintos de la suerte.
Palomas del estómago,
Agitadas sus alas,
Mariposas en la sangre.
Torrente nuevo,
Explosiones,
Aromas sanadores,
Energía interna,
Deseos superadores.
Luces en la cara
Piernas con “soles”.
Miedos derribados, 
Recordando amores.
Correr entre fantasmas,
La calma, la alegría.
Alivian dolores.
Músicas en el aire,
Frescura.
Corazón abierto,
Latiendo canciones…




Margarita Sanchez Hernandez en Literarias Riodelaconquista:


 



                                             














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