Graciela Maschi


Mi nombre es Graciela Maschi y nací un 24 de enero de 1956, de históricos
40º. Tal vez ese sea el origen de mi preferencia por los días fríos y mi amor
eterno por el otoño, sus olores y sabores.
Recuerdo perfectamente cuando comencé a leer de corrido, en medio de las
tediosas y obligatorias siestas de mi infancia, en Ciudad Jardín El Palomar.
Descubrí así, una graciosa forma de evadirme hacia un mundo mágico, y
paralelamente tener infinidad de amigos imaginarios.
Transitando mi adolescencia en los convulsionados ’70, hice oídos sordos al
susurro que las letras hacían en mi cabeza y no valoré ni una sola de las
muchísimas palabras con que llenaba cuadernos enteros.
Equivocadamente inicie la carrera de Derecho, que por supuesto no terminé.
Me enamoré, formé una familia y crecí en San Miguel.
Y una vez que entendí (nunca es tarde) que ya no podría dejar de escribir, me
inscribí y disfruté de varios talleres literarios: en el Centro Cultural de la UNGS,
en la Biblioteca 3 de Febrero en Caseros, en la Sociedad Italiana de San Miguel
Cuando valoré mis escritos y pensé que alguien podía identificarse o
conmoverse con lo que yo escribía, participé en varios concursos literarios,
en las categorías cuento corto, poesía y micro relato.
Colaboré con alguna publicación en la revista El Cielo (UNGS), en la sección
cuentos de la revista Guía Palomar; participé en la Antología poética (Editorial
de los Cuatro Vientos), publiqué mi primer libro de cuentos Intimas Relaciones
(2012) Edit. de los Cuatro Vientos, participé en   la Feria del Libro (2012/ 2015).
Y como sé que el amor por los libros y la fantasía e imaginación extrema,
comienzan en la infancia, desde el año 2015 coordino un taller literario infantil:
El Lapicero Mágico.




Búsqueda:

Busco en tus pupilas indolentes,
la mirada del hombre
que hasta ayer, decía amarme.
Encuentro un tibio reflejo,
un ínfimo atisbo de lo que fue,
encerrado en esas canicas verdosas.
       
                                                              

Giros

Verte y quererte,
tenerte y enfrentarte,
no  tenerte y añorarte.
Estas idas y vueltas,
estos  giros violentos
del  corazón y la mente…
Voy, vengo, vuelvo
y casi agotada
caigo otra vez en tu abrazo.



Ritos:

Necesito  de
los   ritos cotidianos
para  poder reencontrarte.
Te pierdo a veces,
por momentos,
por épocas,
por horas…
Por eso el mantel
con esas tazas,
por eso los horarios
y el aroma a comida.
Por eso las plantas,
que reclaman el riego…
Y este poco de ternura aún,
entibiándonos   el alma.       



Súplica:

No me sigas,
no me sorprendas,
no me acoses con recuerdos.
No me aceches
en cada lugar de nuestra casa,
en nuestras bromas tontas,
en nuestras peleas pobres,
en nuestras palabras de amor.
Te lo sugiero,
te lo ruego,
te lo  prohibo.
No ahora.
Que puedo recordarte
Sin el nudo en la garganta,
Que ignoro tu presencia inolvidable
para poder  vivir lo cotidiano.
Ahora no.
De lo contrario, voy a volverme gris,
Reconociendo que sigo, sólo transcurro. 
Pero dejé de vivir
cuando  te fuiste…




Viaje:


El tintinear de la barrera y el chasquido metálico del tren, sacudieron  la modorra en la que estábamos sumidos todos los que nos apretujábamos en el andén. Llovía.
Logré sentarme y él ya estaba ahí.
Lo miré, creo que sonrió.
Entré en  el contradictorio triangulo: seducción-histeria- recato.
Miré por la ventanilla, sintiendo su mirada.
Pensé que ambos arrastrábamos el estúpido paradigma de no hablar con extraños.
Bajamos, ya  palpitaba un diálogo cinematográfico y giré.
Adiviné un abrazo.
No sentí dolor, sólo el líquido tibio empapando mi remera.
Antes de caer, lo  vi  llevándose mi cartera.
                                                         
           
                 1                                                                                                                                               
El Mingo:                                                 

Bajo una lluvia densa y caliente de Diciembre, el Mingo cruzó las tres cuadras de barro que separaban la casilla, del “pool-bar” El Tropezón. Un tugurio sucio, sombrío y húmedo, que emergía como una rosa blanca en medio de tanta mugre y miseria.
Cacho y el Luis deberían estar ya esperándolo; empujó la puerta de vidrios rajados y falta de pintura, tiró el pucho y entró.
Ese día de lluvia veraniega, le traía el recuerdo de los días desdibujados en la villa:
 No había mañanas, ni tardes. Todo era un atorrantear permanente con los pibes, un girar cansino por las calles limosneando, pidiendo y si era necesario implorando, aunque a la vieja eso no le gustara:
-Pobres, más que pobres pero honrados, ¡caracho! – mascullaba siempre.
La lluvia le traía ahora, sus nueve años cansados y cuestionadores, viejos nueve años recién estrenados. Sin torta y sin un solo regalo, su hambre de café con leche y sándwiches de jamón, su hambre de mamá y papá llevándolo a la escuela. Su hambre de algún día tener como el Gustavo, una bicicleta…
Arrastró una silla desvencijada hasta la ventana, y sopló los mocos para arriba.
-Los días de lluvia me ponen cada vez más boludo – pensó.
Con la mano izquierda se tiró los pelos para atrás, como para que no se le agolpen más recuerdos, con la derecha chasqueó los dedos y gritó:
-¡Gallego!-
Con una voz que no le pareció suya, le sonó más bien a pendejo triste.
El gallego trajo a los cinco minutos algo espeso y oscuro que decía, era un cortado.
-Estos me dejan clavado, la puta madre.- Pensó Mingo, cuando escuchó en la radio prendida sobre el mostrador, el top de las y media.
Revolviendo el café, el torbellino del líquido lo sumió otra vez en el pasado. Sus once años, lo encontraron pregonando:
-Voy a afanar, como hacen todos, ¡voy a afanar! –
                                                                                                                       
                    2
Y su madre tratando de abrazarlo y entonando su cantinela:- Somos pobres, más que pobres pero…
 -¡A la mierda!- los pobres no tienen todos los años bicicleta nueva, y yo quiero una.
La angustia le cerró el pecho y quiso nublarle los ojos. Sacudió la cabeza, y miró por el vidrio sucio y chorreado que daba a la vereda.
-Ahí vienen- masculló, y tiró el humo del cigarrillo para arriba, en un bufido largo y aburrido.
Empapados, entraron Luis y Cacho con el miedo dibujado en los ojos y forzando la comisura de los labios temblorosos en una mueca.
-Par de boludos ¿Ya empezamos así? Tarde. Hoy es el día del plan ¡Hoy!-
No los dejó hablar, los dos abrieron sus bocas, pero no emitieron ningún sonido.
Desde que se acordaba, siempre había sido el jefe. De las primeras banditas,   de sus primos en el afano de la bicicleta del Gustavo y de los pequeños robos ya más “perfeccionados.”
Alma de líder, decían todos. Jefe, le gustaba como sonaba la palabra; jefe…
Y ahora estos dos. Este par de inútiles en los que iba a confiar.
-El chabón junta buena plata – les habló en un susurro ronco.-Cuando descargan la mercadería podemos encanutarlo-.
-Con un poco de suerte le robamos lo que tiene para pagarle al proveedor.
Luis escupió una cosa gris y salivada, que hace unas horas era un chicle, y preguntó:
- Che Mingo, ¿qué pasa con el cana del mercadito?-
-A ese lo tengo rejunado, a esa hora se va a comer una factura, embobado con la mina de la panadería.
Su mirada fue de uno a otro, fría, gris, deslucida y a la vez penetrante.
-No quiero errores, quiero la guita- dijo- y remarcó las palabras como si fueran a robar un banco.


3                                                                                                                         
Cuantas veces se encontraba pensando, planificando: Una casa para la vieja, un autito para pasearme por todo Banfield y  levantarme minas, buena pilcha, unas botas como esas del maricón que aparece en la tele, una campera  de cuero como la del carilindo ese que canta,  una moto…!!!!                                                                                                                           
Recordó sus dieciocho años soñadores y ambiciosos, impotentes y arrasadores como en la niebla, borrosos y sin embargo, sintió la angustia y la bronca muy cerca.
-¡¡Mingo, Mingo!!-se oyó la voz desesperada del Cacho.-
 -No me grites boludo, no me grites.-
-Pero pará chabón, parecías como muerto, casi sin respirar y con los ojos abiertos como dos huevos duros- se defendió  Cacho.
Mingo encendió el último cigarrillo, y tirando el humo dijo:
-Corcho, el macho de la Yamila nos va a esperar a la salida con la camioneta. Rajamos, pase lo que pase nos tomamos el pire. ¿Entendieron?-
-Sí jefe- dijo Cacho, bajando los ojos a la roñosa taza.
-Sí jefe- dijo Luis y miró fijo al Mingo, fijo y profundo como nunca, harto de tanta prepotencia y mandoneo. Harto.-
-Desaparezcan, quiero estar solo. El Viernes a las diez.- vociferó el Mingo.
Y un escalofrío le recorrió la columna, igual al que sentiría el Viernes, cuando
 se desangrara al `pie de la heladera de la carnicería, del viejo mercadito.
                                                   
                                                           








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