Jorge Claudio Simiz (Buenos Aires, 1960) Escritor, docente e
investigador. Ha publicado diez poemarios (Tríadas, de 2009, Triadas II, de
2012, Actas del naufragio, de 2014 y Café con lluvia de 2017 son los últimos) y
dos volúmenes de cuentos: De solitarios (2010, Premio Internacional
Artetilcara) y Los años pasan según (2015, premio Internacional “Antonio Di
Benedetto”). Obtuvo por su obra literaria numerosas distinciones en el país y
el exterior, entre las cuales se destacan premios de la Universidad de Buenos
Aires (1982), del Sur (1980), Faja de Honor SADE y Asoc. Cult. Dante Alighieri
(2009 y 2015), Internacional Poesía Guajana (Puerto Rico, 2010), el Primer
premio del Concurso Bonaventuriano de Poesía (Univ. Cali, 2013. Colabora en
publicaciones académicas y literarias de Argentina y Latinoamérica (Letras
Salvajes, Baquiana, Letra en Línea, La termita del Caribe, Cronopios, Archivos
del Sur, Nueva Lilith, entre otras); ha sido traducido al guaraní, portugués,
italiano e inglés. Dirige la revista electrónica cultural “Conurbana.cult” y se
ha desempeñado como docente e investigador en institutos de formación docente y
universidades (UBA, UNM, UNGS, UNSA). Ha publicado numerosos ensayos y
ponencias vinculados a la literatura latinoamericana.
Poemas
Los hijos
Y mientras el esclavo
y el siervo
y el mensú
y el obrero
engendraban a sus hijos,
el amo hacía sus cuentas
y contaba las nuevas
monedas de carne encadenada
en su cofre de hierro.
En cambio
el esclavo
y siervo
y mensú
y el obrero
danzaban, reían y lloraban
porque sabían que engendraban hombres.
Epígrafe
(de una
foto de Clarín)
Casi se
cae del diario/ apenitas la foto arrinconada blanco y negro/ pero hay una
negrita debajo de una bolsa de nailon negro/
No se
sabe: la bomba el terremoto/ se le fueron encima/ poco importa, parece/ porque
el ojo de Dios estaba en otra cosa/ y mañana publican las ternas de los Oscar/
el Mundial y la carne van en alza/ pero hay una negrita debajo de una bolsa de
nailon negro/
¿Jugás
a la escondida, Terroncito/ te disfrazaste de fantasma, de noche, de tulipán
sombrío?/ pasa la Farolera/ pero hay una negrita debajo de una bolsa de nailon
negro/
¿De qué
negro baldío pintaré mi casa?/ ¿Con qué sábana de olvido el mundo se tapará la
cara?/ Entre este verso y el que está viniendo nacerán cien niños/ pero hay una
negrita debajo de una bolsa de nailon negro/
En el
otro hemisferio las rondas van despidiendo al sol/ aquí quiere nacer y sólo
sangra.
De las formas del ser
Al pueblo
palestino
De
pronto uno puede no existir/ mientras iza las velas de la furia/ y repite en
voz alta salmos inmemoriales/ y planea cada paso/ cada tiro/ por enésima
muerte/
De
pronto/ un instante/ ahora por ejemplo/ uno puede no existir/ con toda la
osamenta de un dinosaurio adentro/ y encima una coraza de bulldozer en ristre/
y unas alas flamígeras/ aceradas/ murciélagas/
De
pronto uno puede ser el esqueleto/ de lo que fuera un templo/ el hueco donde
hasta ayer correteaban los niños/ el agua la ambulancia/ que no llegó o que
llegó a destiempo/
De
pronto uno puede ser el polvo de sus propios zapatos/ y seguir marchando.
El poeta
Exhalarás cada huracán
grito a grito,
gota a gota
llorarás
todos
los maremotos,
engendrarás el sueño
horadando la noche,
alumbrarás,
parirás el
mundo
cuando Dios ya esté lejos.
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La camisa trizada,
fatigada,
la terca
hosquedad de los zapatos,
el morral abrumado
nos recuerdan hombres
acaso más allá de
la pasión o el sueño.
En el sendero impregnado de gritos
el poeta descubre,
balbucea,
erige
la palabra.
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Hay versos que sólo se pueden escribir
desde el borde del corazón,
desde la playa
donde asoma cada
noche la tragedia.
Hay versos que sólo pueden tomarse de prestado,
atraparse en pleno
vuelo
mientras el viento de la irrazón arrecia.
Hay versos que deben quedarse,
dejarse allí
barbechando,
repreñando el
silencio.
Orfandad
En súbita orfandad
Nos descubre la lluvia.
Nos inquiere
con ardiente desnudez.
Habilita rincones al corazón huido
henchido de esa luz que ya está lejos.
De repente no llueve ya
pero ha partido el día
y en alguna comarca allende las montañas
El agua se desciñe
con vastedad de virgen.
Otras tormentas derramarán el fuego.
Otras celliscas devanarán su incontable tristeza.
Otro relente grabará en nuestros párpados
la persistencia de lo etéreo.
Ella
hembra desusada
Ella
nunca termina de marcharse.
Lluvia
A
Lautaro
Hijo
en esta hora
tal vez veas solo un
hombre
y su lápiz silencioso
en una tarde triste.
Sin embargo
ese hombre ha sabido
deshabitar
de a ratos
su esqueleto
a la hora en que se
acaban las respuestas
las preguntas
y solo queda el
salto.
Un día
sus huesos se quedarán
definitivamente solos
y entonces podré
decirte
sin que lo sepas
que se puede asir el infinito
por un instante
(eso lo aprendí de la
lluvia)
porque una tarde de lluvia
por vez primera
me vi de sueño entero
y fue en tus ojos.
Uno
“Si olvidara a la que ayer lo destrozó”
E. S. D.
El hombre palpa
cauta
dolorosamente
las estrías que le dejó el amor
el paso intempestivo
impío del
amor
los
jardines segados
anegados
los nudillos pletóricos
de cosas esfumadas
esa tarde
y empieza a comprender
que él ahora es esos intersticios
esas trazas
que le dejó la gubia del amor
esa tarde
en que Dios decidió liberarlo de su sombra.
“Ruchiérniki” (de
Los años pasan según)
La
lucecita apareció a su derecha, entre el muro interminable de la quinta y los
yuyos altos que orillaban la zanja. Los últimos improperios sonaban aún, no
sabía si en el aire nocturno o en su cabeza aturdida, pero herían la noche
apacible. “Ya hay luciérnagas” pensó y cayó en la cuenta de que el año había
avanzado más allá de sus cálculos. Mientras la lucecita se zangoloteaba un par
de metros más adelante, recordó: “ruchiérniki”, así las llamaban los rusos en
los cuentos de la infancia, una palabra fresca, ingenua, resplandeciente…
Apuró
el paso y ella pareció comenzar una danza con ascensos y descensos, siempre
conservando la distancia; luego fueron unos breves y simétricos semicírculos,
como una armoniosa bengalita nocturna. “Te voy a agarrar”, musitó, se acercó y
soltó el primer manotazo, que rasgó vanamente la sombra. Avanzó un par de pasos
y esperó la siguiente incandescencia. Fueron varios segundos de expectativa,
hasta que reapareció, una veintena de metros más adelante. El hombre decidió
seguir con paso normal, pero con las manos fuera de los bolsillos de la
campera. Cuando estaba por llegar al final de la vereda, el destello se
encendió tan cerca de sus ojos que lo hizo parpadear: segundo manotazo en vano
y la lucecita que avanzaba, entre burlona y despreocupada hacia los yuyos que
contorneaban la ruta. “Ahora no se me escapa” murmuró, pero el bocinazo de un
camión lo hizo detenerse: inadvertidamente estaba caminando en medio de la
cinta asfáltica.
Decidido
a olvidarse del insecto y también de esa discusión repetida y estéril que le
había amargado la noche, fue aproximándose a la parada, que a esa hora era un
rincón más amenazante que acogedor. Allí la vio, titilante, casi inmóvil, como
un diminuto astro cercano. Él se acercó, extendió el brazo y la lucecita quedó
mágicamente adherida a su manga, Un foquito, un discreto faro que lo convocaba
desde la oscuridad.
El
colectivo se anunciaba ya a dos cuadras y el hombre movió el brazo en el
inconsciente gesto de buscar unas monedas; ella siguió prendida a la manga. Al
advertirlo, él tomó la decisión: la atrapó con un rápido movimiento y la guardó
en el bolsillo de la campera; la aspereza de ese ser luminoso lo sobresaltó.
Con el tiempo justo hizo la seña al micro, las gomas rezongaron en el asfalto.
“Tengo mi ruchiérniki” se ensimismó mientras descargaba su fatiga en el segundo
asiento, al lado de una mujer mayor, que lo miró de reojo. ¿Y se asfixiaba o se
aplastaba? Creyó advertir todavía un débil titileo unos segundos después, pero
nada más. Era tarde, los alumnos de la nocturna habrían subido en el micro
anterior; la mayoría de los pasajeros dormitaba o yacía abismada en el
silencio. Sintió la tentación de tantear el bolsillo para volver a encontrarla,
pero desistió, no faltaba tanto para llegar a casa.
El
colectivo se había ido vaciando, al llegar al arroyo se apeó. Docenas de
luciérnagas guirnaldeaban los altos pastos de la orilla; las contempló con una
atención diferente, mientras rozaba, casi como una caricia, el bolsillo con su
tesoro oculto. Caminó la cuadra y media que lo separaba de su casa; el único
foco estaba apagado y en las tinieblas se apresuró a buscar las llaves. El
corazón le dio un respingo cuando se dio cuenta de que estaban allí, en el
bolsillo que cautivaba su luciérnaga.
Inclinó
la cabeza. Una ráfaga de aire fresco le acarició el rostro; el hombre buscó en
ella algo de claridad para sus pensamientos. Extendió la mano izquierda como
una pantalla protectora, mientras la derecha se introducía en el bolsillo con
suavidad y decisión. Le extrañó no descubrir ningún indicio del insecto,
lentamente tomó el manojo e inició la etapa más difícil: sacar las llaves sin
que ella se escapara. Después de reflexionar un largo momento, lo intentó con
un súbito tirón. En ese instante inmarcesible sintió el leve roce contra el
dorso de la mano; la reacción refleja disparó las llaves hacia el rincón más
oscuro del pastizal de la vereda descuidada. La había perdido.
El
hombre se quedó inmóvil; un raro estremecimiento fue creciendo desde su
interior y un hilo de llanto comenzó a deslizarse por sus mejillas. El destello
volvió a sacudirlo, y eran dos destellos, porque la lucecita verdosa rebotaba,
intermitente, sobre las llaves, a un metro de sus pies. El hombre se inclinó;
antes de recogerlas la miró por última vez y se dejó llorar unas lágrimas de
años, de lustros.
Excelente, Claudio!!
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